Hay entre los radioteatros de Severo Sarduy dos que guardan una relación complementaria: La plage y Chutes. Sarduy dejó constancia de esa paridad en la introducción de La caída –versión textual y en español de Chutes, publicada con sus otros radioteatros en Para la voz: “en lugar del cuerpo en apoteosis, del erotismo, el cuerpo degradado, la muerte” (OC1037). En una entrevista radial concedida a Saúl Yurkievich se refirió también a una complementariedad aural: en lugar de la originalidad y la economía de recursos de La plage, los fragmentos sonoros desechados de Chutes: “J’ai réutilisé toutes les chutes de radio. Je n’ai pas voulu que ça tombe […] ça sorte de non-sens tout est réutilisé. On a fait un travail la de couteau, de collage très grand pour réinsérer dans la pièce c’est qu’a été el desperdicio”.
La realización para France Culture fue junto a Jean-Pierre Colas y en 1973. La mayoría del resto del equipo había ya trabajado con Sarduy, particularmente el productor, Rene Farabet. Su estreno, en septiembre de 1974, coincide con la publicación de Barroco y de Big Bang y forma parte de esa resaca de popularidad que tanto Cobra como los premios de “La Plage” y “Récit” le conceden. No es inesperado que las preocupaciones teóricas sean las mismas: la disolución del poder autoral como correlato de la inestable duplicidad neobarroca, la revelación de ese centro vacío tachado por el imperialismo de cierta línea de pensamiento. De ahí se deriva el trasiego entre niveles de representación y la movilidad por diversas zonas del sistema architextual que caracterizan este radioteatro: de una catacumba palermitana al ensayo de esta misma pieza que se escucha, ensayos visibles en algunas fotos dentro de una galería; de un bar estadounidense de provincia a un autor que escribe sobre pintura y escucha en “una radio grande, de madera barnizada” (1052) la vida de Ana Frank; del cadáver momificado de Rosalía Lombardo al cadáver venerado de una Kumara Devi.
En dos ocasiones durante la realización de “Chutes” es posible escuchar esa superposición de niveles: hacia el final de la secuencia II y durante el pasaje de Ana Frank, donde la didascalia de Sarduy advierte: “(Solo al principio del diálogo debe notarse que este tiene lugar en la radio)” (OC 1053).
Esa segunda voz, que viene del pasado de los ensayos y anuncia el futuro de la secuencia que vendrá se superpone a la primera voz que nos describe el artificio: “La cinta que pasaba en la grabadora confirmaba esa conjetura: era la grabación de alguna pieza, o más bien de sus ensayos” (OC 1045).
Tal trasiego metaficcional, frecuente en la obra de Sarduy, no debe ser asumido como parte de una búsqueda trascendente de sentido. En esta pieza, tal vez más que en ninguna, el autor nos deja claro que la movilidad referencial y estructural se corresponde con la del recorrido turístico. Ese es el punto de vista que prima, el punto de vista del flâneuren Palermo, Estados Unidos, Holanda, la India. Es conocido que el viaje es una de las fuentes de inspiración primaria de Sarduy, de modo que ese turista es él mismo, ese conocimiento paródico de la otredad, esa burla, es contra su propia figura de autor, para ese entonces consagrado. Sarduy se desautoriza y da a los actores –pasando por encima del dramaturgo/realizador– indicaciones precisas de cómo hacerlo: “Los actores pueden, si así lo desean, reemplazar la frase citada por otra extraída del texto correspondiente. También pueden anular completamente la cita o decir en su lugar una frase de su invención” (OC 1039).
Aunque durante la realización ningún actor se tomó tal libertad –muy pocos fragmentos del texto han sido alterados–, la creatividad de Jean Pierre Colas se revela plenamente al final de cada secuencia. Donde el texto de Sarduy indica simplemente “CAÍDA”, el realizador ha creado una nueva mezcla para los mismos objetos sonoros, un nuevo orden. Así, por ejemplo, el cierre de la primera secuencia comienza con la voz disonante de Florence Foster Jenkins, a la que se opone la voz normativa de Caruso.
Luego de una ligera superposición, Caruso parece tomar el mando, pero el ruido del clic-clac –juguete infantil cuya sonoridad ha sido amplificada y distorsionada– anuncia un cambio: Florence Foster Jenkins regresa, se impone y cierra la secuencia. La oposición no es solo aquí entre la voz femenina y la masculina, como en la polifonía barroca, sino entre la voz disonante, desafinada, “incapaz”, y la voz educada y celebrada. Y, por supuesto, entre la voz solo grabada una vez y por iniciativa propia –aquel The Glory (???) of the Human Voice [escuchar] de Florence Foster Jenkins–, y la multi-reproducida y alabada voz de Enrico Caruso. La voz que suele ser desperdiciada, la vituperada, gana esta batalla.
Su triunfo introduce un matiz orientalista, Sarduy aprovecha ese marco de pensamiento compartido con su audiencia para enmarcarlo en un juego de espejos metatextuales que delate la colonialidad de tal esquema de percepción Occidental. Los turistas –los de la obra y los oyentes– escuchamos Lakmé, de Léo Delibes, ópera de otra mujer extranjera engañada por el occidental. Pero no es su historia lo que escuchamos en la “gloriosa” voz de Foster Jenkins, sino el pasaje metatextual de la hija del paria, insertado en el Acto 2 –“Où va la jeune Hindoue”. Una mujer que cuenta la historia de una mujer que es la historia de todas las mujeres en la ópera romántica… el mecanismo reduplicador desea que olvidemos los semas y nos fijemos en el marco, en la gramática, en la política que rige esa historia y su reproducción: la mujer que cuenta la historia de mujer que cuenta…. No es casual, por último, que la soprano que se impone en la caída de la secuencia inicial destrone al tenor que interpreta “Salut demeure chaste et pure!”, del Fausto de Gounod. Esta Marguerite no se rinde tan fácilmente.
La desautorización del poder del sujeto a la que me he estado refiriendo es la indicación de un lugar vacío. En esta pieza, esa vacante es similar a la que deja la Kumara Devi al morir inesperadamente sin llegar a la pubertad, sin que los monjes hayan leído el nombre de su sucesora; el mismo silencio que bordea a Rosalía Lombardo, salvada “del rumor devorante de la tierra” (1047) por la momificación, y a Ana Frank, cuyo espacio vital se va consumiendo espacial y acústicamente: “Todo se reduce. Sentimos que nos ahogamos. Decidimos que al menos por la noche entreabriremos las ventanas” (1054). No es casual que todas sean mujeres adolescentes o niñas: sus desapariciones son el resultado de las sociedades patriarcales donde habitaron rodeadas de una elevada violencia real y simbólica.
Ese vacío/silencio tiene una imagen visual que justifica el objeto sonoro central de la obra: el ruido del clic-clac, onomatopeya y nombre de un juguete infantil italiano, “elemento sonoro de repetición, de obsesión: vida mecánica frente a lo inanimado. Las formas que las esferillas del ‘clic-clac’ trazan en el aire –un paréntesis– ilustra la mecánica citacional del texto” (1039-40). Ese objeto sonoro, asociado al juego y la diversión, adquiere en la pieza otra dimensión, se convierte en el reverso de la vida, una vida mecánica, de ahí que Colas decidiera emplear un objeto sonoro ruidoso y cuya cercanía al tableteo de una ametralladora confirmara esa mutación del signo en su reverso
Lo escucharemos a lo largo de la pieza, obsesivamente, y siempre como el marco transicional de las secuencias. Sus ecos mortíferos son el sorpresivo deceso de dos niñas –esta en Palermo, aquella en Katmandú– durante el juego en las secuencias III y VI.
Otra de las vías por las que Sarduy busca des-autorizar-se es la auto referencialidad. El autor que escribe en la secuencia V un relato que se aleja de su tema central y que describe “un ‘evento’ de arte conceptual, de David Lamelas” (1052) no puede ser otro que el Sarduy que escribe Barroco, cuyo capítulo final –“El efecto: ‘pantalla’”– está dedicado a este artista. También, las auto-citas se reiteran por toda la pieza y, en la mayoría de los casos, la conexión se produce por medio de un earcon: el silbido del viento y el ruido de las puertas y ventanas al cerrarse con fuerza, índices de un ciclón que fue germen de De donde son los cantantes y terminó siendo el centro de Cocuyo; “Se oyó una bomba. ¿La radio ha dicho algo?” (1053), situación que nos regresa al atentado al generador eléctrico en Gestos; y las carcajadas de tres niñas, “vestidas de piel de cobra, bajo grandes sombreros blancos”, “figurillas tiradas por hilos, personajes del teatro de marionetas” (1054), imagen extraída del capítulo inicial de Cobra, “Teatro lírico de muñecas”, cuyo referente es, a su vez, el Bunrakú, teatro japonés de marionetas gigantes.
Pero la cita que requiere un conocimiento más detallado de la producción aural de Sarduy es la que se da en la secuencia VI en torno a la Kumara Devi. La información que se ofrece, particularmente la que introduce al oyente en la tradición de esta diosa infantil, viene directamente de las grabaciones realizadas por Sarduy durante su viaje a la India en 1971. De modo que no solo el capítulo final de Cobra se nutre de ese material sonoro, sino esta secuencia final de La caída. Ese fragmento de la cinta grabada en la India era, en sí mismo, una chute, pues había sido desechado en la novela.
En la realización radial de este final de la obra, el clic-clac recupera su connotación de muerte. Su aparición indica que el ciclo de la Kumara Devi ha sido roto por el azar, que la “rueda que gira por milenios, intacta como el imperio, como sus pájaros y nieves” (1057) ha sido quebrada por la muerte de la niña durante un juego. Ese ruido es la premonición de un final, el del imperio tibetano. La tragedia posee ecos tanto en Palermo como en Ámsterdam, por lo que el paisaje sonoro de esa ciudad vuelve a escucharse –“(La lluvia, las campanas de una iglesia, un tranvía)”– antes de que cierre la secuencia la música nepalesa. El juego puede subvertir el poder. Chutes es, sobre todas las cosas, un juego: “La obra será, o una consignación de hechos sin nexo, disociados, un gasto sin intercambio, o un puro enlace, un simulacro de encuentro, una equivalencia que, al establecerse, se vacía: relación sin definición” (1261).
Esas palabras, las últimas de Barroco, pueden ser adjudicadas tanto a la obra de Lamelas como a la de Sarduy. Lo que subraya da la clave de su concepción de la obra como evento: un gasto sin intercambio, desperdicio e imposibilidad de encontrar allí un sujeto con el cual comunicarse. Chutes no solo es el complemento por negación de La plage. En esta pieza se establecen una red intensa de relaciones con el resto de su obra narrativa y teórica. La errancia del autor es tanto física como espiritual. Sus intereses por la multifonía barroca se evidencian en la elevada metatextualidad, palpable tanto en la superposición de la secuencia III en la escena anterior en forma de ensayo como en el anuncio que la voz de Florence Foster Jenkis hace de uno de los sustratos aurales de Maitreya: la batalla por el control de la voz femenina autorizada. Su destaque de las posibilidades del oxímoron para romper la apariencia del status quo tiene ecos en la transformación del juego infantil en muerte y en la utilización de la cacofonía generada por los artefactos reproductores de sonido como el modelo de nuevas armonizaciones. Chutes es solo una posibilidad, puede revelar –por su condición de evento, eventualidad que recupera la condición efímera que una vez tuvo el sonido– el silencio que la reproducción, amplificación y manipulación acústica moderna nos han negado. La ganancia de estos eventos sonoros radica en su recuperación del desecho, de lo no autorizado, y en su modelo de armonización marginal e inoperante.