En las orillas del Ganges

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Diario Indio

de Severo sarduy

Fuentes

La versión aural es la transcripción de grabaciones de audio realizadas por el autor en 1971 durante un viaje a la India. Hoy conservadas por la Firestone Library, Pinceton University François Wahl Collection on Severo Sarduy, 1939-2013

La versión impresa se corresponde con la publicada en Sarduy, Severo. Obra completa T.1. Ed. crítica de Gustavo Guerrero y François Wahl. París: ALLCA XX, 1999, pp. 566-84

Witness List

  • Diario Indio aural
  • Diario Indio textual

Electronic Edition Information:

Responsibility Statement:
  • Text Encoding by Ricardo Vazquez
  • Proofing and Additional Encoding by Ricardo Vazquez
  • TIFF images scanned at 600 dpi from manuscript pages and JPEGS derived by Ricardo Vazquez
Publication Details:

Published by Ricardo Vazquez.

Graduate Student, Hispanic Languages and Literatures, University of Pittsburgh

XXX

XXX

X (Close panel) Notas

Principios de codificación

Los números indican, en el caso del texto publicado, la división entre párrafos. En el caso de la grabación de audio, pausas largas de similar duración determinadas por una herramienta de Audacity y corregidas por el editor.

La línea discontinua bajo una frase o palabra indica que, durante la grabación, Sarduy produjo dos o más variantes. La primera de ellas es la que puede leerse subrayada, el resto se despliega en una ventana al mover el cursor sobre la Primera

Siguiendo la costumbre al uso se ha usado la cursiva para palabras o expresiones en otras lenguas, tanto en la versión aural como en la textual

Se han usado corchetes en los casos en los que una palabra o expresión no sea del todo inteligible en la grabación. También para los objetos sonoros de fondo.

X (Close panel) Introducción

Introducción

"Diario Indio" fue una grabación realizada por Sarduy durante su primer viaje a la India. Su versión aural fue considerada por el propio autor como una "escritura en directo" y, por ende, la considero el borrador inicial de lo que fue la versión publicada como capítulo final de Cobra; pero también de algunos pasajes del titulado "Eat Flowers!".

Como sucede en todo fenómeno de transducción, esa grabación posee ecos en otras zonas de la obra de Sarduy, particularmente en sus radioteatros Récit y Chutes, y en el capítulo inicial de Maitreya –particularmente el final de las grabaciones, dedicado al Tibet–, lo que confirma la relación entre ambas novelas.

La mayor parte de las zonas de la versión aural que no aparecen en la versión impresa son repeticiones u ampliaciones sobre motivos que llamaron originalmente su atención –como la frescura matutina o la omniprescencia de las vacas– y luego pasaron a planos posteriores, elementos secundarios del ambiente. Otros fragmentos ausentes del "Diario Indio" de Cobra son la base de esos textos de Sarduy que también forman parte de los procesos transductivos generados por la grabación inicial mencionados en el párrafo anterior.

Sin embargo, la zona menos presente en la versión publicada se corresponde a las conversaciones de Sarduy con personas del entorno, adultos y niños, discípulos y maestros. El inicio de la grabación, poco más de 31 minutos, no se ha transcrito aquí por ser una secuencia de grabaciones musicales y de voces que Sarduy registró. Esos objetos sonoros son el centro de esta parte inicial, y no la voz de Sarduy, por lo que no la considero parte de la escritura en directo. No obstante, ese material sí ocupan un lugar central a la hora de pensar las relaciones entre el paisaje sonoro y el imaginario sónico que estas versiones reproducen.

Mi propósito ha sido visualizar las expansiones y contracciones sufridas por el material durante el proceso de transducción entre la versión aural y la versión textual. A su vez, esas transformaciones permiten escuchar los ecos de la transducción inicial, la que va del paisaje sonoro que el autor recorría hacia el imaginario sónico que alimenta todas las variaciones del material, de los objetos sonoros –algunos de los cuales pueden aún ser escuchados en la grabación: música, voces, claxones, timbres, etc.– hacia los earcons.

[Sin título]
89
Sangre, coágulos negros, corderos degollados, vísceras palpitantes y llenas de pus y de suero, a la Terrible sobre una piedra negruzca, llena de pelo, de pezuñas, de partes abominables. Sangre para la Terrible que trona con sus múltiples brazos su figura de basalto ante los orantes que gritan ante ella. La Terrible centra el templo a que acudimos para aplacar su cólera. Para que nos olvide ofrecemos flores, ofrecemos sangre.
Pasan ante ella
en esteras
en literas
los cadáveres cubiertos de una sábana blanca, cubiertos de flores amarillas, perfumados en medio de la miasma atroz,
de la lepra,
de la mierda, del carbón, del aire contaminado,
del olor a pustulencia, a tumor, que se propaga por todo el aire.
Sangre para la Terrible, que exige
en medio de murientes,
en medio de agonizantes,
de cadáveres, en medio de la ciudad que se derrumba de mugre, en medio de la pobreza extrema, de lo paupérrimo, de las bocas desdentadas y babeantes, de los tuertos, de los ciegos cuyas órbitas vacías segregan un líquido purulento,
de los leprosos, de los carcomidos por terribles pústulas, manitos engarrotadas y carcomidas se extienden agitando cántaros de cobre. Manos contrahechas. Rostros contrahechos. Gritan. Exigen. Manos harapientas nos sacuden. Nos tiran por las medias, por los zapatos. Rostros ennegrecidos. Cuerpos trucidados.
Todo con los vendedores de objetos entre las sedas podridas que la mugre ha quitado sus colores, alrededor del templo de la Terrible proliferan.
Alrededor de las camillas en que conducen a los muertos.
Frente a las fachadas que la mousson ha ennegrecido y que se derrumban. En el portal de las cuales cientos de niños gritan, piden qué comer, lloran, mueren.
90
Se enharina la cara el gurú, la barba, el pelo frente a sus discípulos ante la estatua de mármol blanco pulida lavada de su predecesor, se enharina la cara.
91
Al río las cenizas,
al río las vacas muertas flotando hinchadas. Los cuernos sobrepasan el nivel del agua entre las barcas que van hacia
el otro lado, hacia el lado vacío en las riberas donde los que morirán, rencarnarán en [¿Arnos?].
92
De este lado los templos, los orantes, la música que no cesa de los tamborines, de las flautas. De este lado los que se pintarrajean de blanco: tres rayas en la frente;
los que se inmergen en el agua: tres veces, una por Brahman, una por Shiva, una por Vishnu;
los que se rosean con esta agua bendita; los que oran; los niños, agua en la boca para que se purifiquen; la casa de las viudas llorando, gimiendo eternamente por su marido. De este lado la casa del preceptor de impuestos que coronan dos tigres amarillo. De este lado los templos de cúpulas tibetanas doradas, los templos nepaleses. De este lado los que oran,
los que se inmergen,
los que descienden las escaleras frente a las barcas.
iluminando las barcas.
De este lado los que creen. De este lado los que enseñan, los divinos.
93
Los cuerpos llegan en esteras... llegan en esteras, los rosean con el agua del río, los ponen sobre las piras que arden.
Los cuerpos arden,
mañana tiraremos las cenizas al agua.
94
Los niños piden tocando flautas,
los lisiados, los leprosos, los ciegos,
los que enseñan, los que llevan bastón, los que están vestidos de naranja y llevan un bastón naranja,
los monos.
95
El agua, el río, el texto al río, flotando.
96
Las barcas,
los parasoles gigantes, con letras, alrededor del centro.
Las inscripciones sobre los muros.
El agua que desemboca en el río, aumentándolo, que arrastra las cenizas, que arrastra el polvo.
Los niños que se bañan en ella.
97
Palomas. Palomas que vuelan en círculos alrededor del hombre que las alimenta.
Un micrófono, los altavoces difunden la música que los oficiantes prolongarán por nueve días.
98
Ante la diosa de celuloide de múltiples brazos que cubren velos rosa, morado, rojo, que aplasta con sus pies a un demonio enano.
99
Frente al río, frente a los músicos que se van reemplazando siguiendo el ritmo de las encantaciones monótonas
un gurú desnudo fuma. Una argolla de plata le cercena el sexo. Otro, con un vanité se pinta cuidadosamente sobre el cuerpo embadurnado del blanco signos dorados: una D en el brazo, se decora con minucia y con devoción los pies, la palma de las manos.
Mira el río. Absorbe agua por una nariz, la expulsa por la otra.
Se lava.
Vuelve a mirar al río. Permanece en silencio mientras dos viejas azafatas le traen flores, limpian la estrada de madera de tabloncillo donde él se encuentra, el parasol roto que lo cubre, de trapo. Permanecen mirándolo mientras
unos niños se acercan con pequeñas vasijas de barro en las cuales una vela encendida y flores serán depositadas en el agua para que el río se las lleve entre las barcas,
sobre los cadáveres de los leprosos y los que han muerto de variola que yacen en el fondo, amarrados a piedras
y que, la crecida viniendo, serán arrastrados hasta el mar. La crecida: esqueletos quedarán prendidos en las molduras de estos palacios que miran el río, armazones óseas podridas de vacas en las torres, jabalíes en los balcones.
100
Las vacas exageran. A las vacas: Ustedes exageran. Ponerse a rumiar en la parada de un ómnibus, va y pasa; pero acostarse a filosofar calderonianamente en el centro de un tranque de tránsito en plena ciudad a las seis de la tarde en una calle poblada de camellos, de elefantes pintarrajeados, de bicicletas, de ciclo-bus, de cuscús, de pasantes que van a todas las velocidades, de tranvías, de autos, de niños, de vendedores ambulantes, ya es demasiado.
"Diario indio"
71
Por el cielo saturado de arcoiris, en barcas labradas —las proas son cabezas de animales, parasoles las velas— los adoradores derraman pétalos sobre Mahavira, corona de una pirámide humana que levantan veinticuatro ascetas idénticos. Con cuatro brazos en cruz gamada y al hombro un sitar, los sigue una diosa que cabalga un avestruz —un collar de perlas en el pico—; otra, sobre una cacatúa de patas encendidas, con sus ocho brazos blande dardos y ruedas dentadas.
72
Más lejos, dos príncipes con turbantes de Persia, parados sobre el nudo que forman sus colas de anguila, refrescan al profeta con abanicos blancos. Del trono parte una cinta luminosa que, ondulando como la cola de un barrilete, sube hasta el cielo donde su trayecto repite el de una caravana: rodeando la montaña, con elefantes enjaezados y banderines, con mil trompetas y
monos,
a las cúpulas de alabastro se aproxima el rey Shrenik.
73
En las ranuras del dalaje pelo encrespado; grumos rojos, como de lacre. Un olor a vísceras tibias, a coágulos y a flores impregna el aire: para aplacar su cólera, para que nos olvide, inmolamos ante la Terrible.
74
Vagidos. Alguien suena una concha.
75
Tu rostro es negro, sangrantes los colmillos, tu collar es de cráneos ensartados, en las salpicaduras de las yugulares tajadas se refrescan tus pies.
76
Al abrigo de tu manto la ciudad se agrieta. El viento salado roe piedras y hombres.
77
En camillas de bambú los traen: abiertos los ojos vidriosos, tiznada la frente, en los labios dos mariposas blancas.
78
La mortaja mojada; un polvo bermellón, rociado al voleo, la mancha.
79
Rumor de bazares alrededor del templo.
En los muros borrones rojos. Figuras garabateadas; con carbón en sánscrito.
El resplandor de las fábricas alumbra el agua fangosa del río, el puente de hierro.
80
La muerte no está ni más allá ni más acá. Está al lado, industriosa, ínfima.

[...]

98
Se enharina la cara el gurú, enciende su chilom, masculla un saludo a las apsaras rosadas del alba; en la cocina, detrás de un humo rojo de pimientos hervidos, los discípulos soban una estatua de vidrio, como el maestro, con un moño, obesa.
99
Parasoles de guano tejido, que marca de rojo la escritura bengalí,
dan sombra a los letárgicos. Por las escalinatas, a medida que la bruma se dispersa, con bocales de cobre descienden los orantes.
100
Ante una muñeca de celuloide con varios bracitos y un vestido de raso morado y rosa,
alrededor del micrófono, el coro de adeptos se turna para que la música no cese; han colgado altoparlantes en los postes para que la escuchen
hasta en la otra ribera.
Una nubecilla escarlata, que emana de un montículo ardiendo, perfuma la diosa; un enano ranoide gime a sus pies.
101
Los bramines embadurnan de lacre las columnas del templo;
los monos, colgados por el rabo, se balancean en los badajos de las campanas.
Tres inmersiones. Tres veces tomo agua entre las manos, que en silencio devuelvo al río.
Un disco rojo abrasa,
del otro lado, la planicie vacía, arenosa,
y más cerca,
ilumina las barcas inmóviles, las ofrendas —bandejas de mimbre que arrastra la corriente—, un cerco de ceniza que los perros husmean.
102
Balcones de madera. Tapizan las fachadas los afiches de un film. Enchape de oro: las torres nepalesas de un templo. Dos tigres amarillos custodian la casa del que cobra los impuestos de la quema.
103
Con un vanity y un palito se va cubriendo el cuerpo, ya blanqueado, de lo que copia de un libro: con polvo de sándalo un rectángulo amarillo en la frente, una V roja en el brazo, tridentes en las manos, sobre fondo cinabrio el nombre repetido en la planta del pie.
Azafatas raídas le traen florecillas frescas, panetelas, unas monedas; barren la plataforma de tabloncillo, arreglan los harapos del parasol.
Dos niños le muestran, en minúsculas vasijas de barro, velitas encendidas que luego dejan en la orilla y empujan con las manos como barcos de papel.
Se vetea de verde las verijas, una argolla de plata le cercena el prepucio.
104
Los bramines rociarán la mortaja: pegada al cuerpo caquéctico, drapería mojada. De la camilla de lona, sobre los maderos, lo voltearán. Con una antorcha, por la boca, los allegados le darán fuego.
You will leave Varanasi, but Varanasi will not easily leave you. Something somewhere inside you will not ever be the same again.
105
La crecida que se acerca, arrastrando la arena del fondo, nos llevará hasta el delta, hasta el mar.
"Bénarès"
1
Les dépliante touristiques ont toujours raison. A preuve cette phrase lue sur une brochure rougeâtre, à l'impression brumeuse :
" Vous quitterez Bénarès, mais Bénarès ne vous quittera plus. Quelque chose en vous, à l'intérieur de vous, aura à jamais changé. "
On ne pourrait rien dire de plus juste, ni mieux répondre à la question que chaque retour de l'Inde pose : pourquoi aller méditer à Bénarès si on peut le faire aussi bien à Bourg-la-Reine ? N'y a-t-il pas à Bourg-la-Reine, même en hiver, moins de bruit, moins
de singes agressifs et maniaques,
moins
de lépreux prêts à vous tirer par la chemise et à vous agripper de leurs doigts roses, rongés ?
2
Il n'y a qu'une différence entre Bénarès et le point le plus méridional de la ligne de Sceaux : au bord du Gange, c'est l'espace lui-même qui pense. Personnages - des plus beaux,
nus, la peau chiffrée d'écritures sanscrites,
enveloppés dans des saris dorés, jusqu'aux plus déchirants, ceux qui,
rongés de lèpre,
vont basculer dans le bûcher de la crémation - et choses émettent des signes, sont traversés de sens, secoués, soufflés par le divin ou le démoniaque, traversés par cette incandescence indicible qui marque la proximité.
3
La légende dit que Varanasi - nom indien de Bénarès - fut la première ville édifiée au monde, à l'aube du temps et de l'homme ; l'hindouisme que, pour peu qu'on meure sur ses rives - mais uniquement
du bon côté du Gange,
l'autre est retardataire et néfaste,
- on peut bénéficier d'une réduction intéressante, ou même d'une exonération, de cette fiscalité incontournable qu'est la réincarnation.
Les bouddhistes assurent qu'avant d'aller prêcher pour la première fois, près des gazelles attentives du parc voisin de Sarnath, le Bouddha Çakiamuni, qui était revenu de tout excès - ni austérité tenace ni jouissance débridée, - traversa en silence la ville. L'islam démolit méticuleusement quelques bâtisses et puis se retira avec discrétion. Quant au christianisme, s'il est présent ici, c'est dans la prolifération peinturlurée de ces icônes qui justifient le crédit des imprimeries de Bombay : où l'on voit, aussi euphorique que Ganecha, le petit dieu éléphant, un Christ hollywoodien, plus superstar que nature, dans une auréole en arc-en-ciel, côtoyer, sans le moindre ressentiment théologique, le couple par excellence du panthéon indien : Shiva et Parvati, plus fardés et enduits de la patine du kitsch que Doris Day et Rock Hudson dans Tea for two.
4
Peu importe au nom de quel dieu.
On plonge dans le Gange.
Je m'y jette, avec cette conviction que seul permet le fanatisme, à 6 heures du matin ;
eau blanchie par la cendre récente de ceux qu'on vient d'incinérer.
Plus : je loue une barque, de celles qui longent les ghats. J'y monte en compagnie de mon ami philosophe. Au milieu de la rivière, j'arrête le batelier interdit, et jette dans l'eau le manuscrit, soigneusement dactylographié, d'un de mes romans.
5
" C'est un livre sacré ? ", me demande, dans un anglais très britannique et d'une voix suraiguë, le passeur. " Si l'on veut. "
6
Résultat prévisible : les eaux ne reçoivent pas mon " don ". Le livre flotte, dérive. Le carton de la chemise à tirettes, qui résiste à l'immersion, le fait tenir à flot, s'éloigner
dangereusement vers la mauvaise rive.
Philosophe, batelier et auteur refusé - par les instances les plus transcendantes - s'emploient à faire couler, à coups de rame acharnés, l'insubmersible récit. Finalement, le courant l'emporte. Vers le delta et le dieu.
7
Trois immersions : une pour Brahma, une pour Shiva, une pour Vishnu.
Derrière les fidèles, sur les marches, s'étalent les ocres : la pierre poreuse,
l'osier des parasols couverts de lettres rouges,
les façades des vieux palais délabrés, où se répète, comme une dérision du surplus mystique, l'emblème didactique du parti.
Et le ciel : ocre de fumée, de cendre.
Vol immobile des corbeaux.

Le bord de la terre

8
Bénarès n'est pas une ville, mais un bord : l'un des deux bords du fleuve.
C'est aussi le bord de la terre, car on suppose que ces eaux communiquent directement avec le ciel ; que ce fleuve, en somme, se double d'un autre, invisible, qui coule ailleurs, avant, prend sa source en celle du temps et de la création, avec cette illusion qu'on nomme réalité.
Cela pour la rive construite, celle des ghats, du Temple des singes, des bûchers et des barques, celle où l'on étend à même la terre de longues bandes de tissu qu'on vient de frapper contre les rochers : rectangles rouges parallèles, orange brûlé, or, qui dessinent, vus de loin, comme un emblème de bon auspice au bord de l'eau.
La rive opposée, elle, communique aussi avec un ailleurs : mais infernal. Et c'est pourquoi elle est déserte. Au moindre malaise, au moindre signe annonciateur de mort, on se dépêche de la quitter et de franchir le Gange : rester sur le mauvais bord, où seuls demeurent, la nuit,
intouchables
et bêtes, signifierait un recul fatal dans cette inexorable progression karmique,
pour laquelle chaque changement d'enveloppe physique doit être une promotion assurée tout risque.
9
Le bord faste attire,
on peut le comprendre, autant que
l'autre repousse.
Y arrivent, quotidiennement, et de toute l'Inde, des milliers de pèlerins, mortifiés ou
malades,
tous assoiffés de cette eau qui, malgré son opacité, serait la seule qui vraiment lave, la seule qui nettoie et libère.
Le soir, de minuscules flammes y dérivent, petites lampes à huile flottantes offertes parmi les fleurs et quelques roupies, dans d'instables coupelles d'osier.
10
Parmi tous les arrivants d'aujourd'hui - ou bien vit-il toujours ici, sous son parasol, sans autres biens que son bol de cuivre, son manuscrit et ses pinceaux ? -
c'est ce jeune saddhu, un moine nomade et mendiant, qui mérite une description minutieuse. Aussi minutieuse que la tâche qu'il accomplit dans la dévotion, à l'aide d'un vanity-case. Un vrai travail de copiste : depuis l'aube, il transcrit, millimètre par millimètre, sur son corps cendré, comme sur une page, les lettres sanscrites qu'il copie d'une feuille en bois de palmier usée, presque illisible, comme si la dernière lecture possible devait passer par l'acharnement de l'inscription dermique, ou comme si tout corps n'était doué de sens qu'à condition de se transformer en texte.
11
Un peu plus haut, depuis bientôt neuf jours, chantent dans un haut-parleur, sous un baldaquin vacillant, les adeptes de Durga.
La déesse, en celluloïd rose, les traits dessinés avec violence, point rouge au front, sourcils unis, noir de jais, agite, avec un sourire figé, ses multiples bras, tandis que, de son pied droit gracile, elle écrase un démon nain, joufflu, aux yeux crapoïdes, qui accepte sa défaite sans cesser de souffler dans son flûtiau. Deux cercles d'ampoules clignotantes auréolent la divinité et sa victime.
12
Chaleur d'avant la mousson. Odeur d'épices. Monticules pyramidaux tassés à la main, de poudre vermillon, cinabre, violet, jaune moutarde, blanc, vert. Dans l'air dense, immobile, retentissent un instant, puis s'éteignent dans la rumeur de la foule, les clochettes d'un des deux mille temples de la ville, les tambourins, les grands coups de gong. Quelqu'un crie. Les yogin rivalisent d'acrobatie sur leurs lits de clous.
Passe, dans un nuage d'énormes papillons blancs, emmailloté en un brocard d'argent, sur une civière
qui frôle les fenêtres de l'autobus,
un cadavre.
Un touriste japonais épuise sont Nikon. Quelqu'un crie encore.
Un singe bariolé, visage blanchâtre, de masque Khathakali, gros cul gonflé rouge, vole, furieux, entre deux tours.
On le farde en enfant, on l'affuble d'un béret conique et d'une surcharge de colliers en fleurs : suçant une glace à l'orange jaune chimique, presque fluorescent, en sandales de nylon, il est prêt pour la cérémonie qui le " confirmera " dans sa caste.
13
On remonte, entre deux rangées de boutiques profondes et sombres, où s'entassent statuettes, bracelets clinquants, " rainbow silks ", une sitar et même quelques mandalas de fabrication récente, jusqu'au Viswanatha, où seuls les Hindous sont admis. Sa tour est martelée de feuilles d'or. Au centre de la grande nef - on l'aperçoit d'une terrasse voisine - se dresse, splendide d'assurance, fanfaron presque, le grand lingam, toujours dressé, de Shiva. La foule lui voue une adoration qu'un Occidental hâtif qualifierait de fétichisme ; mais après tout, à le voir de loin, il la mérite bien.

Le grand vide

14
Une route poussiéreuse, après quelques carrefours embouteillés de bicyclettes et de vaches
- la route qu'un prince désillusionné, de la famille Cakia, suivit vers les années 500 d'avant notre ère, - conduit jusqu'à Sarnath : où un arbre Bo, un figuier géant, rappelle celui de Gaya, sous lequel le Bouddha, du temps qu'il était encore Gautama, reçut l'illumination. Ici est restée gravée dans la pierre une partie de son premier sermon. Quelques paroles très simples, dont le contenu pourrait se résumer en un aphorisme pratique : suivez en tout la voie moyenne ; mais dont la perception précise pourrait conduire au nirvana. Message aujourd'hui plus urgent, peut-être, qu'au moment de sa profération calme devant cinq moines et quelques gazelles. Et qui le restera, jusqu'au jour où viendra le temps de Maïtreya.
15
Si Bénarès frappe par son grouillement, par son remplissage de couleurs, sa prolifération incontrôlable de choses et de dieux, Sarnath, au contraire, comme il se doit dans le bouddhisme, saisit par son silence, par son vide, que seuls viennent limiter deux ou trois stupas en ruine, les moulins à prière de quelques moines tibétains en exil, les pas sur la pierre, et le vent du soir entre les feuilles du grand Bo, qu'on ramasse dès leur chute.
16
À 10 kilomètres l'une de l'autre, les deux villes, que souvent on visite ensemble et en hâte, sont comme les deux images possibles d'une même pensée : celle, masquée par toutes les paroles, de la réalité comme simulation ; celle pour quoi, de façon irréversible, et depuis le début, le Vide traverse le Tout.
"Benares"
1
Los prospectos turísticos siempre tienen razón. La prueba: esta frase, leída en un folleto rojizo, de tipografía brumosa:
“Dejarás a Benares, pero Benares no te dejará. Algo en ti, adentro, habrá cambiado para siempre.”
Es difícil decir algo más justo, ni responder mejor a la pregunta que se plantea a cada regreso a la India: ¿por qué ir a meditar a Benares si se puede meditar en cualquier lugar? Y por otra parte, ¿no hay en cualquier lugar más silencio, menos
simios agresivos y maniáticos,
menos
leprosos agarrándote por la camisa con sus largos dedos que devoran llagas rosadas?
2
No hay, en definitiva, más que una diferencia entre Benares y ese otro paisaje utópico. En las márgenes del Ganges, lo que piensa es el espacio mismo. Los hombres y las cosas emiten signos como si los atravesara un sentido, como si los sacudiera una fuerza que pertenece a la divinidad o a lo demoníaco, y cuya proximidad está marcada por algo que es como una incandescencia, como la quema de lo indecible. Hombres no, personajes:
van desnudos, con la piel cifrada por escrituras sánscritas,
o envueltos en vastos saris de oro;
van, después de la muerte, cubiertos de flores blancas,
atravesando el estrepitoso encuentro urbano de vacas y camiones,
hacia la hoguera,
en una camilla que los allegados suspenden como pueden,
y que roza la ventanilla de los autobuses
y los inunda de su perfume letal.
3
La leyenda dice que Varanasi –el verdadero nombre de Benares– fue la primera ciudad del mundo, edificada con el tiempo y con el hombre. Para los hinduístas, si se muere
del buen lado del Ganges, se puede beneficiar de una reducción considerable, y hasta parece, de una exoneración, de esa fiscalidad inevitable que es la reencarnación;
la otra vertiente del río que todo el mundo evita al primer malestar es regresiva y nefasta.
Los budistas sostienen que, ante de ir a predicar por primera vez, junto a las gacelas del vecino parque de Sarnath, el Buda Sakiamuni, ya de regreso de todo lo excesivo –ni la austeridad empecinada ni el goce sin receso–, atravesó en silencio la ciudad. El paso del Islam quedó marcado por unos escombros; luego, los adeptos iconoclastas se retiraron con discreción. En cuanto al cristianismo está tan presente hoy en día, que en esos iconos de la imaginería popular, que han dado renombre mundial a los impresores de Bombay, se contempla, junto a Ganecha, el dios elefante devorador de caramelo y juguetón, a un Cristo maquillado con esmero, rodeado por una aureola iridiscente, y hasta, sin el menor resentimiento teológico, en el centro de la estampa, a la pareja ideal del panteón indio: Shiva y Parvati, recubiertos por la nacarada pátina del kitsch.
4
Poco importa en nombre de qué dios, pero
hay que bañarse en el Ganges.
A la seis de la mañana es la convicción que otorga el fanatismo, permite encontrar
transparente y fresca un agua que en realidad blanquean aún las cenizas de las incineraciones de la víspera.
5
Además: alquilo una de las canoas contrahechas y ahuecadas que recorren el río, junto a los ghats. Subo con mi amigo, y en medio de la corriente tiro al agua el manuscrito cuidadosamente mecanografiado, de una de mis novelas. El barquero atónito, en un inglés británico, voz de soprano me pregunta si es un libro sagrado.
6
Previsible resultado: las aguas milenarias no aceptan mi “ofrenda”. El manuscrito encartonado flota, deriva, no se hunde, y lo que es peor, se va alejando poco a poco
hacia la mala orilla.
Los tres, filósofo, barquero y autor rechazado perseguimos al texto malhadado sobre las aguas y le entramos a remazos encarnizados. Hasta que se lo lleva la corriente. Hacia el delta, hacia dios.
7
Tres inmersiones: por Brahma, por Shiva, por Vishnú.
Detrás de los fieles y de los peldaños de piedra que llegan hasta el río, se despliega el ocre: tierra porosa, muros, madera,
mimbre de los parasoles cubiertos con letras rojas;
en las fachadas de los viejos palacios coloniales en ruina se repite, como una irrisión o un reverso de tanta mística, el didáctico emblema del Partido.
El cielo es también ocre, de humo y de ceniza.
Vuelo inmóvil de los cuervos.
8
Benares no es una ciudad, sino un borde: uno de los bordes del Ganges.
También, el borde de la Tierra, ya que esas aguas, se afirma comunican directamente con el Cielo: el río es como el doble, o el reflejo, de otro río invisible, que fluye en otro espacio, en un tiempo sin tiempo y cuya fuente coincide con la de toda posible creación incluida esa creación de lo ilusorio que denominamos realidad.
9
Sólo un borde es habitable;
el otro, por decreto metafísico, está asimilado a la condena, a la invisibilidad.
En el margen posible se acumulan casonas inglesas, de un azul pálido y descascarado, templos de monos, hogueras y barcazas; por el suelo se extienden las interminables bandas de tela que antes se han golpeado contra las rocas: franjas bermellón paralelas, naranja quemado, negro y oro, que dibujan, vistas desde lo alto, como un emblema de buen augurio antes de la inmersión ritual.
10
La rivera opuesta también comunica con algo invisible, con un ailleurs pero infemal. Por eso está siempre desierta. Al menor signo anunciador de la muerte, los reverentes la abandonan; perecer allí –por la noche sólo quedan animales enfermos, dementes e
intocables
– significa un atraso fatal en la inexorable progresión kármica,
ante la cual toda transformación física debe representar una promoción.
11
El borde fasto atrae
tanto como
el otro rechaza:
de toda la India llegan cada día miles de peregrinos, mortificados y anémicos,
sedientos de esa agua que, a pesar de su persistente opacidad, es la única que lava, la única que limpia y libera.
Por la noche, flotan minúsculas llamas, lamparillas de aceite que entre flores marchitas y rupias, decoran las ofrendas prescritas, depositadas en inestables círculos de mimbre.
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Algunos viven bajo los parasoles de la orilla, sin más posesión que un manuscrito sánscrito, unos pinceles y un tazón de cobre.
Un joven saddhú, ayudado por el espejito de una motera, emprende un verdadero trabajo de copista: desde el alba, transcribe, milímetro por milímetro, en su piel, previamente cubierta de ceniza, como si fuera una página, las letras que va copiando de una tableta, madera de palma agujereada y polvosa, ilegible, como si la última interpretación posible tuviera que pasar por la tortura de una reproducción dérmica, o como si todo cuerpo humano no tuviera acceso al sentido más que transformado en texto móvil, en la marca de un desciframiento y una inscripción.
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Un poco más arriba en lo peldaños, hacia la ciudad, desde hace nueve días sin interrupción, cantan, con un micrófono y un altoparlante, bajo un baldaquino en harapo, los robustos adeptos de Durga.
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La diosa, de celuloide rosado, rasgos dibujados con violencia y un punto rojo en medio de la frente, agita sus múltiples brazos, cejijunta y sonriente, mientras que con el pie derecho, danzante y grácil, aplasta a un demonio enano y mofletudo, de ojos sapientos, que acepta la condena hilarante, sin dejar de soplar en su caramillo ritual.
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Dos círculos de bombillitos parpadeantes, de todo los colores, aureolan a la víctima y a la displicente divinidad.
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Calor del monzón. Olor de especias. Montículos piramidales, apretados con la mano, de polvo bermellón cinabrio, violeta, amarillo mostaza, verde y blanco. En el aire denso repercuten por unos instantes y luego se apagan en el rumor de la muchedumbre los cimbalillos de uno de los dos mil templos con que cuenta Benares, los tamborines, el estampido de un gong. Alguien llora. Los yogis truculentos rivalizan sobre sus lechos de púas.
Pasa envuelto en un brocado de plata como una momia en sus bandeletas húmedas, un cadáver.
Un mono con el rostro blanco, máscara del Khathakali, y el culo hinchado y rojo, vuela, furioso, entre dos torres de oro.
Alguien maquilla a un niño: un enorme sombrero cónico, innumerables collares de flores amarillas, para la confirmación de la casta. Él devora un helado fluorescente y helicoidal.
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Las tiendas son honda y obscuras, huelen a canela. Se apilan pequeñas estatuas de madera, pulseras relumbronas, “rainbow silks” un sitar, y hasta algunos mandalas de reciente factura. Detrás está el Viswanatha, donde sólo se admite a los hindúes. La torre está enchapada en oro. En el centro de la gran sala –se puede ver, retribuyendo la cortesía, desde una terraza vecina– se erige, ninguna palabra más adecuada, espléndido de fuerza, arrogante, fanfarrón casi, un lingam gigante, falo simbólico de Shiva, de donde mana toda la energía, toda posible acción.
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La muchedumbre lo idolatra con tal énfasis que para el occidental apresurado el templo no es más que un antro de mal disimulada perversión. Lo abandona para seguir
una carretera polvorienta, repleta de bicicletas y de vacas,
la ruta que un príncipe desilusionado de la familia de los Sakia siguió, quinientos años antes de nuestra era, para llegar a Sarnath. Un árbol de la Bo, es decir, un higuero gigante, recuerda allí al árbol de Gaya, bajo el cual el Buda, cuando aún no era más que Gautama, recibió la iluminación. En una piedra ha quedado grabada una parte de ese primer sermón. Algunas palabras de apariencia muy simple, cuyo contenido pudiera resumirse en aforismos fáciles, como por ejemplo seguir en todo la “vía media” sin excesos ni defectos. El mensaje, aún vigente, es más oportuno hoy que cuando fue proferido ante cinco monjes atentos y algunas gacelas. Lo será hasta que llegue Maitreya.
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Si efectivamente, Benares no nos abandona jamás por la violencia de su color, por su proliferación incontrolable de dioses y de cosas, Sarnath, al contrario –como es lógico en el budismo– capta al visitante por su silencio, por ese vacío sin bordes que sólo vienen a limitar dos estupas, o túmulos funerarios en ruina, y los molinos de plegaria de algunos monjes tibetanos en exilio. El viento de la tarde sacude las hojas del árbol de la Bo, que los fieles recogen según caen.
20
Las dos ciudades, que siempre se visitan juntas y a la carrera, a diez kilómetros una de la otra, son como las dos imágenes posibles de un mismo pensamiento: el que, enmascarado por la palabra, concibe a la realidad como una pura simulación; el que, desde el principio y de modo irreversible, ha comprendido que el vacío lo atraviesa todo y que el todo perceptible no es más que su metáfora o su emanación.